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Foto del escritorNullié Yoga

Diario III (Eng,Esp)

(English version below)


En la serie "Diario" comparto aspectos de mi práctica basados en mi vida. Experiencias, desafíos y reflexiones personales.


ALMA Y CORAZÓN EN SOLITARIO. PARTE III 


Ella. La gran abuela. Tenía una inmensa enseñanza que darme.

Pero volveré al pasado brevemente, antes de mi encuentro con la gran guía.

 

Desde que tengo memoria -qué palabra tan relevante en esta historia- desde que la tengo, que el sólo escuchar palabras o frases relacionadas a lo que viví después durante mi vida, que mi mente prestaba un tipo de atención, creo que subconsciente, y me dejaba por unos momentos conectada a ello. Después el día continuaba, hasta que nuevamente, al azar, meses o años después, me encontraba en la misma clase de momento. Así me pasó muchísimas veces.

Años atrás en mi primera juventud, escuché la palabra ayahuasca y el tipo de ritual que involucraba, las raíces, lo aborigen, la jungla y el despertar a los caminos de la verdad, del espíritu y la vida. Todo ello me parecía tan lejano… yo estudiando literatura, fanática de Bukowski, Fante y Bertoni, en el jardín de la facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Estaba tan lejos, y a la vez tan cerca de ello, en el camino correcto. Alineada. Sólo que no lo sabía.

 

Desde aquella época que la voz de la gran abuela latió fuerte en mi corazón. La meditación me conectó con la parte más racional de la impermanencia, y tal como una científica, comencé a experimentar con la enseñanza del Buda, cuya influencia se hizo cada vez más grande, y cuya devoción me condujo a los caminos más honestos y posibles de caminar. Mis viajes, la incertidumbre, la soledad y la vanguardia interna de creer en algo tan ajeno a mi cultura, y de, en fin, crear desde adentro una vida que parecía más inmensa de lo que mi realidad me tenía preparado. De cierta forma, sin saberlo, fui más grande que todo ello, sin saberlo intelectualmente. Siguiendo la brújula del corazón, la guía infalible de las visiones futuras.

 

Caminos que se integraron a mi realidad material de a poco, al salir del útero de mi tierra madre y encaminarme hasta el continente de ángeles, en Asia, y a sus enseñanzas. Tantos momentos de mi vida tan detalladamente perfectos, guiándome desde mi infancia hasta el primer avión que me tomé, tan soberanos sobre mi mente y corazón. Caminos que me abrían la puerta a mi realidad material presente, donde las vivencias infantiles mostraban su revés oscuro, su proyección de miedo y la escandalosa duda a cada una de mis decisiones como madre.

 

Durante mis meses de cuestionamientos, a cada día le correspondía con amor. Miraba a los ojos de mi niña, mi hija, con temor de hacerla sufrir, hasta que la verdad sobre mi soledad se empezaba a revelar de a poco. La peor parte del dolor era sentir que estaba fallando de una manera tan intrínseca, que me costaba comprender. ¿Estaba mi hija sintiendo lo mismo que yo, o lo sentiría eventualmente? ¿La soledad? ¿La ausencia de no la madre, eso jamás, pero sí de una hermana? ¿De la cercanía de su abuela y abuelo? ¿Se sentiría tan sola y vulnerable como me sentí yo?

 

Navegando las aguas del dolor humano, entendía lo básico: cada quien sufre su propia historia ¿Tenía sentido profundizar? La teoría decía que sí. Que abrazando cada parte de mi propia dificultad podía realmente encontrar integración. Me dolía. En la meditación venía la calma, la desconexión de los pensamientos repetitivos, el espacio infinito de la mente, donde todo es posible, incluso liberarse. Esa era mi luz.

 

Un día, meditando, entré en un trance, creo que por primera vez. Dejé la práctica de vipassana y comencé un viaje de imágenes y escenas, que vinieron puramente del hecho de estar meditando y dejar la mente en blanco. Ya me había pasado antes haciendo Nidra con mi gurú en India, pero como Nidra involucra las visualizaciones, no me pareció tan sorpresivo como ahora, que entré a “alucinar” simplemente como paso continuo de meditar en la vacuidad.

 

Sentía dolor en el pecho, lloraba en frente de una playa, el cielo estaba atardeciendo y veía los colores rosas y naranjos de esa hora del día. Lloraba sabiendo que era la misma escena donde pedí a la vida regalarme a mi hija después de un aborto espontáneo, hacía unos años. Ahora estaba otra vez ahí, otra vez sintiendo que estaba fallando. Otra vez pidiendo a la vida que me dé una señal aun sin saber cuándo y cómo la percibiría. Diciendo los mantras, mis rezos, creyendo. Entonces, apareció la madre de mi esposo a mi lado, y mi abuela en el otro. Las dos me tocaban la espalda y sentía la presión de sus manos. Mi abuela no decía nada, pero sentía sus palabras llenar mi cuerpo: había una parte de la verdad que yo no podía ver. Desperté. Lloré un poco más. ¿Por qué este dolor era tan desesperante?.

La niña que fui nunca había tenido espacio para hacer su duelo. Estaba llena de buenos motivos y justificaciones -válidas-. La niña creía que Indi sufriría lo mismo que ella. Y yo era un cuerpo de adulta incapaz de atender su dolor, porque al querer atenderlo, lloraba también.

 

Vivía el día con la simpleza y profundidad de usuales. Generalmente muy estables y en paz, como ha sido mi vida siempre. Pero tenía una interferencia interior palpitando fuerte. A veces lloraba en el auto, sola. Miraba a mi infancia, sentía pena por lo que viví y lo que ahora me pesaba. Sentía pena por Indi. Pena. Qué palabra.  Pobre Indi, una vida sin hermanas, una vida sola. Una vida triste. Sola. Pena. Dolor.

Así eran mis pensamientos. Me quedé un tiempo simplemente conteniendo todo lo que me pasaba, sin intentar juzgar y resolver, ni siquiera siguiendo todos los pasos espirituales que sabía que me quedaban por transitar. Quería agotar la tristeza de una vez, pero la tristeza se conjugaba con la charla mental de la culpa, de mi falla en el presente, y me ahogaba en conjeturas que sin ser ciertas, parecían tan reales como el incesante hervor de mis recuerdos.

 

Se requiere una extrema valentía para atravesar estos procesos y la promesa interior de que el siguiente paso de la práctica será dado, pero en fin viviendo de lleno el dolor, conociéndole y dejándole existir. A veces me cuestionaba sobre la decisión de mi transitar. Pero entre más desesperante se sentía el sufrimiento, entre más discurso interno de culpa y dolor había dentro mío,  más me daba cuenta lo necesario de atenderle a cabalidad.

 

“Hay una ceremonia pronto”, me dijeron. Silencio. Sabía que era el momento. Recordé cuando mi gurú en India me habló de la ayahuasca mirándome profundamente a los ojos (a mí y a la otra persona sudamericana en el ashram). Nos miró. Nos dijo: “El camino de la planta no es nada sin la disciplina”. La disciplina, el yoga, el budismo. La verdad definitoria en mi vida. La verdad de la disciplina como camino a la liberación. La disciplina como la felicidad en sí misma.

Ya habían pasado larguísimos años en mi vida donde mi práctica y la consistencia eran protagonistas en todos los aspectos.

 

La ceremonia, llena de amor y realización, me llevó por un viaje profundo hacia el amor. La planta susurraba en mi oído el nombre de mi abuela. La otra parte -fundamental- de mi verdad: fui amada, fui amada y cuidada en mis primeros años. Fui amada.

Fue revelador, porque lo había olvidado, aún siendo la memoria lo primero que existió en el cosmos (…) Se había diluido en mi instinto natural de supervivencia. Solamente era consciente de mi dolor y la proyección que tenía hoy en la vida de mi hija. Pero había olvidado la gran verdad de mi infancia. La había olvidado de mis recuerdos, de mi cuerpo. Había olvidado a mi abuela. La medicina me hizo volver en el tiempo y me vi siendo consolada y abrazada por ella, Julia… mi salvadora. La mujer que hizo todo posible. Todo y más. “También me amaron” repetí por horas, en un estado de felicidad absoluta. Lloré ante esta verdad, sentí tristeza por mi olvido. Pero la planta me consolaba. Su plenitud me llevó a ver el camino con claridad, mi capacidad de compartir mi práctica para cultivar felicidad en otras personas, la sanación de mi linaje. El traer al presente a la persona que dio todo por mí en sus últimos años, mientras el cáncer la removía de esta encarnación humana. Julia. Mi heroína. La reina de mi vida y la persona que abrió las aguas para que su descendencia descansase en la libertad y no la esclavitud cultural y espiritual que habitó su propia vida. Hago silencio un momento en honor a su alma y su sangre que aún palpita dentro de mí.

 

Y fue el amor quien la guió.  

Y el amor guió mi vida.

¿Qué había para temer? Hubo tanta valentía involucrada en mi biografía, tanto cariño y coraje ancestral, que es y ha sido mi responsabilidad honrarlas a ellas, las mujeres de mi ascendencia, llevar el baluarte de su sacrificio como antorcha en la oscuridad de mis dolores humanos. Indira, mi hija, la montaña andina que me tocó en el paisaje, desde donde sale el sol al amanecer, el sol de las revelaciones de algo más grande que yo y que todo, la unidad. La unidad con la vida y el amor. La inteligencia cósmica. La interdependencia.

No podría equivocarme si mi camino lo define el amor por mi historia, mi presente, y las decisiones que vienen de una mente consciente y disciplinada.

 

Gracias Indira, por ser la mayor maestra y la culminación de tantos caminos. Eres como el templo y los rezos después de una larga caminata.

Y Julia, por definir mi vida.

Y especialmente a mi madre, cuyo amor y entrega han sido el puente suave y firme hacia mi verdad.


Con tanta paz y respeto al camino sagrado de todas y todos, despido este Diario en tres partes, hasta un nuevo post.

Y con más amor y visión

Om Namah Shivaye


Polly.

 

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DIARY


In the series Diary, I share aspects of my practice based on my life: experiences, challenges, and personal reflections.


SOUL AND HEART IN SOLITUDE. PART III

 

Her. The Great Grandmother. She had an immense teaching to share with me.But I will briefly return to the past, before my encounter with this profound guide.


For as long as I can remember—what a significant word in this story—ever since memory became a part of me, simply hearing words or phrases connected to what I would later live out in my life would grab my attention in a way that felt subconscious, keeping me connected to it for fleeting moments. Then, life would carry on, until, randomly, months or even years later, I would find myself in a similar moment. This happened countless times.


Years ago, in my early youth, I heard the word ayahuasca and about the type of ritual it involved: the roots, the indigenous traditions, the jungle, and the awakening to paths of truth, spirit, and life. All of it seemed so distant… At the time, I was studying literature, an admirer of Bukowski, Fante, and Bertoni, sitting in the gardens of the Philosophy faculty at the University of Chile. It felt far away, yet somehow so close—a step along the right path. Aligned. Only, I didn’t know it yet.


From that time onward, the voice of the Great Grandmother resonated strongly in my heart. Meditation connected me with the most rational aspect of impermanence, and, like a scientist, I began to experiment with the teachings of the Buddha. His influence grew stronger within me, and my devotion led me down paths that were the most honest and walkable. My travels, the uncertainty, the solitude, and the internal avant-garde of believing in something so foreign to my culture—all of it shaped me. I created, from within, a life that seemed far more expansive than the reality I thought awaited me.

In a way, unknowingly, I was greater than all of it—not through intellectual understanding but by following the compass of the heart, the unfailing guide to future visions.

 

Paths that gradually integrated into my material reality as I left the womb of my motherland and ventured toward the continent of angels, in Asia, and its teachings. So many meticulously perfect moments in my life guided me from childhood to the first plane I ever boarded, sovereign over my mind and heart. These paths opened the door to my present material reality, where childhood experiences revealed their darker side—their projection of fear and the scandalous doubt that infiltrated every decision I made as a mother.

During my months of questioning, I responded to each day with love. I looked into the eyes of my daughter, my child, with the fear of causing her suffering, while the truth of my solitude began to reveal itself little by little. The worst part of the pain was the feeling of failing in such an intrinsic way that it was difficult to understand. Was my daughter feeling the same things I had felt—or would she eventually? The loneliness? Not the absence of a mother—never that—but of a sibling? The closeness of a grandmother and grandfather? Would she feel as alone and vulnerable as I had?


Navigating the waters of human pain, I grasped the basics: everyone suffers their own story. Did it make sense to go deeper? Theory said yes. That by embracing every part of my own difficulty, I could truly find integration. It hurt. In meditation came calm, the disconnection from repetitive thoughts, the infinite space of the mind where everything is possible, including liberation. That was my light.


One day, during meditation, I entered a trance—for the first time, I believe. I stepped away from Vipassana practice and began a journey of images and scenes that arose purely from meditating and letting my mind rest in emptiness. Something similar had happened before during Yoga Nidra sessions with my guru in India. However, since Nidra incorporates visualizations, it hadn’t surprised me as much as this moment—where I “hallucinated” simply as a natural continuation of meditating on emptiness.

I felt pain in my chest and found myself crying on a beach at sunset. The sky was painted with pinks and oranges. It was the same scene where, years ago, I had asked life to bless me with my daughter after a miscarriage. Now, I was back there again, once more feeling as though I was failing, again asking life for a sign, even without knowing when or how I would perceive it. Chanting mantras and prayers, I held onto faith.


Suddenly, my husband’s mother appeared by my side, and my grandmother stood on the other. Both placed their hands on my back, and I felt the weight of their touch. My grandmother said nothing, yet her presence filled me with unspoken words: there was a part of the truth I couldn’t yet see. I awoke and cried more. Why was this pain so overwhelming?

The child I once was had never been given space to grieve. She had been filled with valid reasons and justifications, but no resolution. That child believed Indi, my daughter, would endure the same loneliness she had. And as an adult, I found myself unable to tend to her pain fully—because in trying to do so, I would cry too.

Living my days with my usual simplicity and depth, my life remained stable and peaceful overall. But there was a persistent inner interference, pulsing strongly. Sometimes I cried alone in the car, mourning my childhood, the weight of my past, and the sadness I felt for Indi. Sadness. Such a word. Poor Indi—a life without siblings, alone, unhappy. Alone. Sadness. Pain.


Such were my thoughts. I spent some time simply holding space for all that was happening within me, without judgment or the urge to resolve it—nor even following the spiritual steps I knew awaited me. I wanted to exhaust the sadness all at once, but it intertwined with mental chatter: guilt, my perceived failings, and a cascade of conjectures that, though unfounded, felt as real as the boiling intensity of my memories.


It takes extreme courage to face such processes, with an internal promise to take the next step in practice while allowing yourself to live fully in the pain, knowing it, and letting it exist. Sometimes, I questioned my path. But the more desperate the suffering, the louder the inner chatter of guilt and pain, the more I realized how essential it was to embrace it fully.

“There’s a ceremony soon,” I was told. Silence. I knew it was time. I remembered when my guru in India spoke about ayahuasca, looking deeply into my eyes—and into the eyes of the other South American present. “The path of the plant is nothing without discipline,” he had said. Discipline: yoga, Buddhism—the defining truths of my life. Discipline as a path to liberation. Discipline as happiness itself.


After years of steadfast practice and consistency in all aspects of my life, I was ready.

The ceremony, filled with love and realization, took me on a profound journey into love itself. The plant whispered my grandmother’s name into my ear, revealing a fundamental truth: I had been loved. I had been cherished and cared for in my childhood.

This revelation was life-changing because I had forgotten it. Even though memory is the first thing that existed in the cosmos, mine had dissolved into the natural instinct of survival. I had been acutely aware only of my pain and how it projected into my daughter’s life. But the great truth of my childhood had slipped away—from my memories, my body.


The plant brought me back in time, and I saw myself being comforted and embraced by my grandmother, Julia—my savior. The woman who made everything possible, and more. “I was loved too,” I repeated for hours, in a state of absolute bliss. I wept at this truth, mourning the forgetting. But the plant consoled me, its fullness leading me to clarity about my path, my capacity to share my practices to cultivate joy in others, to heal my lineage.

It brought to the present the woman who gave everything for me in her final years while cancer carried her from this human existence. Julia—my heroine. The queen of my life, who parted the waters for her descendants to rest in freedom, not in the cultural and spiritual enslavement she had endured. I pause in silence to honor her soul and the blood that still pulses within me.

 

And it was love that guided her.And love guided my life.What was there to fear? There was such immense courage in my story, such ancestral affection and bravery, that it has always been my responsibility to honor my foremothers, carrying the torch of their sacrifice as a beacon in the darkness of my human pains. Indira, my daughter—the Andean mountain in my landscape, the place where the sun rises at dawn—the sun of revelations, of something greater than me and everything: unity. Unity with life and love, the cosmic intelligence, the interdependence of all things.

I cannot go wrong if my path is defined by love—love for my history, my present, and the decisions born from a conscious and disciplined mind.


Thank you, Indira, for being the greatest teacher and the culmination of so many journeys. You are like the temple and the prayers after a long pilgrimage.And to Julia, for defining my life.And especially to my mother, whose love and dedication have been the steady and gentle bridge to my truth.


With deep peace and respect for everyone's sacred path, I conclude this three-part diary until a new post.

With even more love and vision,

Om Namah Shivaya



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