(English version below)
En la serie "Diario" comparto aspectos de mi práctica basados en mi vida. Experiencias, desafíos y reflexiones personales.
ALMA Y CORAZÓN EN SOLITARIO. PARTE II
Nací en julio, invierno en el hemisferio sur, pero verano en el país que elegí como mi hogar. Costa Rica. El país del eterno verano. Si pienso en las señales del cosmos en mi vida, esta debe ser una de mis favoritas. Desde siempre me sentí incómoda en el frío. Desde siempre necesité la calidez del útero, el agua de mar tibia para recibirme en sus brazos. Desde siempre quise sentir que vivía en un abrigo constante, intrínsecamente fiable, inmutable.
Así llegué al trópico. Y en este cálido útero nació mi hija, mi amada estrella: Indira.
¿Quién cuidó de mí así como cuido yo de ella? ¿Quién me abrazaba al llorar? ¿Quién era paciente conmigo? Un día en la cocina, viendo a mi hija llorar, como un rayo me atravesaron estas preguntas, como por algún tipo de conexión con algo sagrado, que me abría de golpe la puerta a una estación única de mi vida. Mi bienvenida a sanar mi pasado. Lloré levemente en frente de mi esposo e hija, articulando la pregunta al aire, esperando que Tato -mi marido- dijera algo. Me abrazó. En silencio continuamos el día.
Interiormente había comenzado un verdadero viaje.
Sabía que este viaje me venía esperando desde hace un tiempo, pero no fue hasta que empecé a cuestionar mi decisión sobre tener una segunda hija -o hijo- que las puertas de las preguntas si hicieron difíciles de cerrar. Sentía un dolor muy interno, un dolor al que le costaba venir a la superficie cuando el análisis solamente me incluía a mí. Pero cuando se trataba de Indi, venía y era duradero. Traía lágrimas y tristeza.
¿Quién eres, dolor? Quiero conocerte. Evocando las palabras del Buda, en aquella historia de Mara (una diosa que personificaba todos los desafíos y sufrimientos que el Buda debió integrar para iluminarse), tal como el Buda nos enseñó, quise conocer ese dolor, con consciencia y valentía, para poder ofrecerle el cuidado que sin duda merecía.
Pero no esperaba que la sola intención de conocerle me dejara en un estado tan desconcertante. Perdida en la culpa, quien fue la primera en visitarme. Culpa de no querer traer otra alma a este mundo, y sin una buena razón -aparente-, ya que amo la maternidad y la considero lo más expansivo y único que he vivido... por qué no querer otra hija entonces? cuál era MI problema? Mi respuesta mental era simplemente que ya estaba viviendo la maternidad. No necesitaba repetir. Aún lo siento así.
El gran desafío de las prácticas meditativas que llaman a deconstruir los mecanismos inconscientes es que hay que traerlos al ahora, con todas sus letras. Y a veces las frases que asoman son bastante duras. En mi proceso de trabajo con la culpa y la práctica de RAIN, mi peor verdad era sentir tanta culpabilidad, al punto de decirme a mí misma que era -soy- una madre mediocre. Que quise ser madre pero a medias, dejando a Indira sola en esta vida, sin hermanas, sola... "sola como estuviste tú".
Al menos después de las frases, durante la meditación, venía el descanso en simplemente ser. Y eso me dejaba tranquila después de la práctica. Pero era muy difícil de procesar, el sentir algo tan profundo y real en mi día a día. Enfrentarme a sentir que estaba -o estoy- condenando a mi hija a la soledad que sentí yo durante mi infancia.
Y ahí vino la soledad. Ya no era solamente la culpa, que además sentía fuertemente, ahora el sentimiento primordial era el desconsuelo del estar sola. A pesar de saber que estuve sin mi madre en mis primeros seis años, no conocía lo que había producido esto en mi interior (sistema nervioso y corazón) no le conocía a cabalidad. Y comprobé de manera práctica las palabras del Buda, de aceptar y reconocer el sufrimiento, de conocerle para sanarle. No quería sufrir, claro está. Pero no quería desconocer más eso que vivía en mí. Ese dolor de la soledad, esa niña sufriente, estaba viva esperando su momento de sanar. Necesitaba atenderla. Traerla a mi consciencia, a la superficie de mi vida.
Vinieron recuerdos a mí. Angustia de no tenerla cuando más la necesitaba, y cómo el cuidado de los demás no se sentía suficiente. La vulnerabilidad de vivir en otra casa, sin ella. El dolor que la niña jamás pudo comprender había sido tan racionalizado por mi intelecto, porque las razones de mi madre y padre para entregarme a mi abuela eran tan correctas, eran infalibles. Pero el intelecto nos hace eso, encuentra la lógica material y deja de lado la energía inefable que nos va dejando la vida. Le llamamos corazón, alma, o tristeza, o paz... pero siempre es bueno revisar lo que estamos sintiendo y nombrarle. Sin tratar de mecanizarlo y darle sentido práctico, que es lo único que nos han enseñado tradicionalmente. ¿Dónde estaban esos dolores de mi infancia? Yo simplemente crecí en cuerpo y en intelecto ¿Y mi alma, mi espíritu? ¿Eso había simplemente desaparecido?
Claro que no. Cada vez que veía sonreír a Indi, por el periodo de al menos un año, mi alegría tenía el tinte insistente de que le estaba fallando. Ella aún no lo sabía. Pero yo le produciría una herida intangible y profunda.
¿Cómo un amor y una entrega tan grande podían tener como resultado DOLOR?
Había algo errado en mi intuición.
Me hundí en ello. En sufrirlo, en hablarlo con mis personas cercanas, especialmente con mi esposo. Hablarlo sin mi intelecto. Hablar de simplemente la desesperación que sentía cada vez que pensaba en el futuro de mi hija, en que vivimos lejos de Chile, en que su abuela y abuelo paterno no viven, en que sus primas y primos están lejos.
Pero en la meditación había silencio. Y en el silencio flotamos como en el espacio. Y el amor es todo lo que existe. Y nos re programamos. Habían meditaciones en que evocaba la posición fetal y lloraba con mi madre.Había dado yo el primer paso, al dar espacio a Reconocer (R de RAIN) y a Permitir (A de Rain, en inglés Allow) mi sufrimiento existir en mi mundo consciente e inconsciente. Se requería coraje, un corazón y alma despiertos. Una visión clara y la creencia que la liberación es posible. Estaba por primera vez poniendo en práctica la sanación budista. Con algo real, tangible. Algo tan potente como mis dolores hacia o desde la existencia de mi hija en este plano. Mi hija. Lo más importante que ha tocado mi vida.
Fue durante todo ese proceso, con semanas de mucha claridad, y otras de mucho dukkha (sufrimiento). Meses de meditaciones con ello en el corazón. Mi corazón estaba listo para todo. Entonces y sólo entonces vino la abuela a llamarme: "es tu momento, ven conmigo". Escuché la voz que atravesó mi ser.
La abuela ayahuasca había llegado a mi vida.
(...)
Con un gran amor en el corazón, y la felicidad pura de compartir mi camino a la liberación de lo que me tocó transitar en ESTA vida, termino el post acá, confiando en que dentro de algunos días volveré a sentir la inspiración para continuar. El espíritu me guía. Igual a todos y todas.
Om Namah Shivaye
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DIARY
In the series Diary, I share aspects of my practice based on my life: experiences, challenges, and personal reflections.
SOUL AND HEART IN SOLITUDE. PART II
I was born in July, winter in the Southern Hemisphere, but summer in the country I chose as my home, Costa Rica—the land of eternal summer. If I think about cosmic signs in my life, this is one of my favorites. I have always felt uncomfortable in the cold, always needed the warmth of the womb, the warm sea to embrace me. I’ve always wanted to feel like I was living in a constant, reliable, unchanging shelter.
This is how I arrived in the tropics. And in this warm womb, my daughter was born, my beloved star: Indira.
Who took care of me the way I care for her? Who held me when I cried? Who was patient with me? One day in the kitchen, watching my daughter cry, these questions pierced me like a bolt, as if connected to something sacred, opening the door to a unique season in my life: my invitation to heal my past. I shed a few tears in front of my husband and daughter, voicing the question to the air, hoping Tato—my husband—would say something. He hugged me, and we carried on in silence.
Inside, a true journey had begun.
I knew this journey had been waiting for me, but it wasn’t until I started questioning my decision to have a second child that these questions became hard to ignore. I felt a deep, internal pain, a pain difficult to surface when I considered only myself. But when it came to Indi, the pain surfaced, persistently, bringing tears and sadness.
Who are you, pain? I want to know you. Invoking the Buddha’s words from the story of Mara (a deity embodying all challenges and suffering the Buddha had to integrate to become enlightened), I wanted to meet this pain, with awareness and courage, to offer it the care it deserved.
But I didn't expect that simply intending to meet it would leave me so disoriented. Lost in guilt, which was the first to visit me. Guilt for not wanting to bring another soul into this world, without any apparent reason—since I love motherhood and consider it the most expansive and unique experience of my life. So why didn’t I want another child? What was my problem? My mind answered simply that I was already living motherhood. I didn’t feel the need to repeat. I still feel that way.
The big challenge of meditative practices that call for deconstructing unconscious mechanisms is that you must bring them into the now, fully spelled out. Sometimes, the phrases that arise are quite harsh. In my work with guilt and the RAIN practice, my worst truth was feeling so guilty that I told myself I was a mediocre mother—that I chose to be a mother halfway, leaving Indira alone in life, without siblings, alone… "alone like you were."
After these thoughts, during meditation, there was relief in simply being. And that gave me peace after the practice. But it was hard to process, feeling something so deep and real in my daily life. Facing the feeling that I was condemning my daughter to the same solitude I felt in my childhood.
And then, loneliness showed up. No longer just guilt, though that was strong; now, the primary feeling was the despair of being alone. Even though I knew I was without my mother during my first six years, I didn’t understand what this had done to my inner being (my nervous system and heart) until now. And I confirmed the Buddha’s words about accepting and acknowledging suffering, knowing it to heal it. I didn’t want to suffer, of course. But I didn’t want to ignore what was alive in me. That loneliness, that suffering child, was waiting for her moment to heal. She needed attention, to be brought to my awareness, into my life.
Memories came to me. The anguish of not having her when I needed her most and how the care of others didn’t feel enough. The vulnerability of living in another house, without her. The pain that the child could never understand had been rationalized by my intellect because my parents’ reasons for leaving me with my grandmother were so correct, infallible. But the intellect does that to us, finding logical explanations and setting aside the ineffable energy that life leaves us with. We call it heart, soul, sadness, or peace… but it’s always good to examine what we’re feeling and name it. Without trying to mechanize it or give it a practical meaning, which is the only way we’ve traditionally been taught. Where were those pains of my childhood? I just grew up in body and intellect. And my soul, my spirit? Did that just disappear?
Of course not. Every time I saw Indi smile, for at least a year, my joy had the insistent tint that I was failing her. She didn’t know it yet, but I would inflict an intangible, deep wound on her. How could such love and dedication result in PAIN?
Something was wrong with my intuition.
I immersed myself in it. In suffering it, in talking about it with those close to me, especially my husband. Speaking without my intellect, simply about the despair I felt every time I thought of my daughter’s future, that we live far from Chile, that her paternal grandparents are gone, that her cousins are far away.
But in meditation, there was silence. And in silence, we float as if in space. And love is all there is. And we reprogram ourselves. There were meditations where I took the fetal position and cried with my mother. I had taken the first step by creating space to Recognize (R of RAIN) and Allow (A of RAIN) my suffering to exist in my conscious and unconscious world. It required courage, a heart and soul awake, a clear vision, and a belief that liberation is possible. For the first time, I was practicing Buddhist healing in something real and tangible. Something as powerful as my pains about my daughter’s existence in this realm. My daughter, the most important thing that’s touched my life.
During the process, there were weeks of clarity and others of deep dukkha (suffering). Months of meditation with this in my heart. My heart was ready for anything. Then, and only then, did the grandmother call me: "It’s your time, come with me." I heard the voice that pierced my being.
The grandmother ayahuasca had come into my life.
(...)
With great love in my heart and the pure happiness of sharing my path to freedom from what I am here to experience in THIS life, I end the post here, trusting that in a few days I’ll feel inspired to continue. Spirit guides me. Just as it guides everyone.
Om Namah Shivaye
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